Una futbolista en la oscuridad
Texto y fotografías de la autora
¿Qué pasa cuando una joven musulmana supera en las canchas a sus contrapartes masculinas? Para descubrirlo, una periodista viaja al Líbano, un país sin una liga femenina de fútbol, fracturado por guerras recurrentes, tensiones religiosas internas y una gran afluencia de refugiados sirios.
POR Vanessa Londoño

Las compañeras y el entrenador la comparan con Messi, pero solo es porque el estereotipo cultural del poder es masculino incluso cuando se refiere a una mujer. En el Líbano, Safa Kourhani jugó los primeros años con un par de tenis viejos de suelas deshojadas, que solo pudo reemplazar en el primer semestre de la universidad cuando compró unos guayos profesionales; mucho tiempo después se cubriría el pelo crespo con un hiyab en un acto de protesta por la islamofobia que se esparcía por el mundo. Su padre fue general del ejército durante la guerra contra Israel y ha sido el único en aceptar que juegue también entre hombres, porque, contrario a lo que uno podría esperar, son las mujeres de la casa quienes dejan de hablarle cuando la ven entrenando. Pero Safa no se parece a Messi cuando juega, sino a Marta Viera da Silva, la delantera que después de la ruina del fútbol masculino revivió el amor por la pelota en Brasil.
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Beirut es una ciudad cosmopolita y pretérita que parece un truco a punto de desaparecer en el aire. El solo hecho de entrar y salir de un edificio explica esa forma brutal que tienen el lujo y la ruina de convivir y de sofisticar la vida entre los escombros. Las fachadas siguen destruidas 28 años después del final de la guerra civil, porque restaurarlas supondría poner de acuerdo a una sociedad que todavía se odia y que no está dispuesta a contar una narrativa unánime desde la arquitectura. Pero después del vano de las puertas y en los suntuosos interiores de las casas la vida es otra: marmolizada, vital y exquisita, Beirut es esa oposición entre la vida doméstica que se lentifica mientras la de afuera colapsa.
He escuchado varias veces sobre el mito de Beirut y su habilidad esotérica para reconstruirse. “Siete veces caída, siete veces levantada”. Pero a mi llegada me parece más bien que Beirut es la prueba de que se puede seguir muriendo seis veces más después de la primera.
Me dirijo a Berkayel, un pueblo al norte de la región de Akkar que limita con Siria. La carretera bordea la costa y a la izquierda, con toda su hermosa monotonía, se ve el mar lívido. A la altura de Jounieh la playa se recoge un poco, cediéndole terreno al agua que la invade. Me explican que pasando un casino que se destaca frente a un abismo se acaba el tráfico, y entiendo que eso ocurre porque el norte del Líbano, hacia donde avanzo, es su zona más pobre. Ahí empieza Tabarja y luego la mítica Biblos, esa ciudad blanca y brillante. Contra el parabrisas del carro se estrellan mis primeras impresiones del Medio Oriente. Un hombre vende un jugo morado en una pecera de vidrio. Un burro transportado en una plataforma saca de balance a la moto que lo arrastra. Dos carros están a punto de chocarse. Una mujer tuesta el pan contra una teja caliente. Todas estas peripecias tienen una belleza y una latinoamericanidad irrefutables.
El Líbano tiene el tamaño de un juguete y una vía que lo cruza de sur a norte en cuatro horas, aunque el tiempo nunca se cumple porque la carretera es escabrosa. La mayor parte del trayecto es de un solo carril por sentido y hay puestos de control militar cada veinte o treinta kilómetros: todo el Líbano está condicionado por la guerra, por las múltiples guerras, por las infinitas posibilidades de morir.

Paso mi primera requisa. El retén solía ser de cristianos para identificar y matar musulmanes. También los hubo en el sentido contrario: musulmanes que buscaban identificar y matar cristianos. La gente se cambiaba la ropa para cruzar y escondía los documentos de identificación o cualquier cosa que pudiera delatarlos. El Líbano es un Estado confesional que impone a los ciudadanos la obligación de declarar su religión, pero a veces la religión está de antemano declarada en la nariz o en el nombre: un Mohamed y un Simón habrían temido precisamente los retenes opuestos.
La primera ciudad tras la requisa es Batroun: un mar lacio que a esa altura se parece sumariamente al cielo. En uno de sus extremos hay una ruina romana que hace equilibrio sobre las piedras como si solo le hiciera falta un empujón para caer. Por estas tierras pasaron los fenicios, los romanos, los árabes, los otomanos y, al final de la Primera Guerra Mundial, cuando los imperios se repartieron a las malas el Medio Oriente, los franceses. Me advierten que después de Trípoli puede haber un retén ilegal, desarmable en minutos, de alauitas o sunitas, según soplen los vientos políticos. Pero no hay nada. Solo pancartas con retratos de personas muertas y que por el exceso de sol se ven desteñidos, mareados, como si las fotos pálidas estuvieran muertas también; como si no solo Beirut, sino también las fotos, pudieran seguir muriendo varias veces después de la primera.
El conductor pasa de largo el tramo de A’mar-Menieh y Abde, y me deja saber, con un gesto de la mano, que la carretera que cruzamos sigue hasta Siria: eso me indica que estamos cerca. Le señalo una palabra que a lo largo de la carretera se ha repetido con insistencia: . Pregunto qué significa.
–Alá. Alá está en todos lados –me dice.
Y es cierto.
Al menos lo veo escrito en todas partes.
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Berkayel es un pueblo soñoliento. La carretera se desvía del mar y se adentra en un paisaje arenoso, mientras los árboles se mecen desgreñados por el viento. Al frente aparecen unas casas que parpadean cuando el sol pega en la panorámica del carro, y la precariedad de la vía termina alejándolas más allá de lo que parecen estar. Veo una peluquería en un entablado con muchos hombres barbados. Un niño en bicicleta marca la llegada definitiva a un pueblo donde no hay perros; y luego me daré cuenta del vacío que genera entrar a un lugar donde no se oyen ladridos. Camino entre las primeras casas y descubro que la mayoría son de adobe y están en obra negra, habitadas así, sin terminar. Sin embargo, la falta de vitalidad del cemento la compensan los jardines que trepan por las tapias. Convivir con lo inacabado de la construcción y no con la ruina me hace pensar que mientras Beirut es el tiempo pretérito, Berkayel es el tiempo presente, y que hay algo brutal y definitivo en el modo de vivir acá.
Safa está apoyada en la baranda de una casa de tres pisos. Al lado de ella, su madre, su rostro una réplica. Ambas mueven desde lejos la mano y el saludo se queda detenido, me llega a pesar del muro de polvo que dejan los carros.
La casa está dividida en dos. A la izquierda viven Safa, sus padres y Nur, la hermana, que todavía no usa hiyab. A la derecha viven los tíos de Safa y fue la casa de sus seis primos, incluido Omar, su instructor de fútbol. Me toma un rato saludar a la familia, que es muy grande, y despertar mi cuerpo del entumecimiento del viaje. Cuando salgo al balcón me doy cuenta de que por detrás de todo el paisaje, y ya casi borrosa, brota una mezquita solitaria entre el fondo amarillo. Parece más bien un lugar para escampar de la interminable crueldad del sol.
“Alá”, pienso, “está en todas partes”.
Alá es sombra.

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Me despierto después de mi primera noche en Berkayel y encuentro a los Kourhani desayunando entre el desarreglado humo de los narguiles y el café con cardamomo. Sentada frente a la ventana, noto que ya distingo a los refugiados sirios del pueblo, con sus batas al viento y la piel pálida como la de las fotos que se destiñen al sol. Los Kourhani alojaron a cinco familias sirias cuando empezó la guerra y todavía es posible ver los colchones que les tendieron, albergados entre las escopetas, en lo alto del depósito. Algunas noches durmieron incluso en la calle para dejarles las habitaciones libres y hasta le regalaron su loro a uno de los niños más pequeños, a pesar de que Safa lloró y corrió varias cuadras protestando detrás del carro que se llevó su animal. El Líbano nunca cerró sus fronteras durante la guerra y por eso millones de sirios han podido salir mientras su país se consume bajo las armas químicas de Bashar al-Assad y el imperio criminal del Estado Islámico.
Safa trabaja con los que pudieron llegar hasta aquí a través de Relief International, gestionando recursos para la organización, y está vinculada además como entrenadora en la Asociación de Hadatha, en donde enseña fútbol a niños y niñas sirios. Colabora con el Consejo Danés para los Refugiados y organiza partidos, promoviendo la integración social entre jóvenes libaneses y sirios, en Search for Common Ground. Casi una quinta parte de la población total del Líbano está compuesta por refugiados que gravitan alrededor de la economía de un país a medias, y que desvían los cauces de los ríos hacia los campamentos carentes de agua potable. Para que la situación de Estados Unidos fuera comparable a la del Líbano tendría que recibir a cerca de 65 millones de refugiados. Pero no lo hacen, como tampoco el resto de países árabes con más recursos, como Arabia Saudita o Emiratos Árabes Unidos, de modo que la gente de la región de Akkar comparte su precariedad con los recién llegados.
Safa juega fútbol, toca piano y practica boxeo, así que verla con el hiyab desafía los estereotipos construidos al otro lado del mundo –y en su misma comunidad– sobre las mujeres musulmanas; a pesar de que vivimos en una sociedad que nos impone otro tipo de burkas como la delgadez, los tacones o las tetas de silicona. Todos los días, va a trabajar a la oficina con una chaqueta de traje y una bufanda que le combina en la cabeza, como hoy, que lleva un suéter vinotinto y un hiyab de flores del mismo color. Me dice que escogió cubrirse el pelo y que no fue una imposición ajena sino una forma de rebelión y de lucha. En efecto, contrariamente a lo que uno podría esperar, su generación ha hecho una relectura del hiyab, que de ser un estandarte religioso se ha tornado en algo más parecido a un instrumento de comunicación.
Antes de que vaya a la oficina, le pido a Safa que nos juntemos para su entrenamiento después del trabajo. Nos encontramos en la cancha central del pueblo, que es en realidad un terreno pelado, diluido vagamente entre la maleza, y que sigue hasta las ventas ambulantes de nueces y de láminas de pan tostado. Un pelirrojo que parece ser el capitán del partido se hace sombra con la mano como tratando de despejar la luz que se amotina en sus ojos. Cuando reconoce que se trata de una mujer la que entra en la cancha, recogen el balón y suspenden el partido. Luego se marchan.
En este mismo lugar, en 1990, el tío de Safa jugó la final de la región de Akkar que enfrentó a los dos únicos equipos del pueblo: Al-Etihad y Al-Nadi. Los vecinos vieron el partido apostados sobre los balcones de sus casas, con las escopetas en las manos, cargadas y listas para disparar, según cuenta la gente. Luego, en 2000, su primo se enfrentó al equipo del Ejército Sirio –que todavía hoy juega en la liga profesional de fútbol del país vecino–. Entonces Siria ocupaba ilegalmente el norte del Líbano y los soldados jugaron una final de fútbol en la región de Akkar. Solo por esa vez la cancha llena de arena se vio limpia y demarcada, y fue bautizada con el nombre de Basel al-Assad, como el hermano muerto del presidente del régimen sirio. El equipo de Berkayel ganaba 2-0, pero quince minutos antes de que se terminara el partido, el Peugeot blanco del servicio no tan secreto sirio rondó la cancha. El árbitro y los dos jugadores de Al-Etihad fueron amenazados. El marcador se volteó a 4-6. La invasión siria duró cinco años más y solo con las protestas que siguieron al asesinato del expresidente sunita Rafiq Hariri a manos del grupo chiita Hezbollah, el 14 de febrero de 2005, se retiraron del Líbano. Un mes después, Safa salió a marchar, entre sunitas y cristianos, ondeando una larga bandera nacional sobre un mar de gente con la cara pintada.
Dos de sus primos se hicieron profesionales y alcanzaron a jugar en la primera división de la liga libanesa de fútbol. Me pregunto entonces por qué, a pesar de estar rodeada de una clara influencia deportiva y de vivir en un pueblo donde todo el mundo se conoce con todo el mundo, los hombres que juegan el partido se retiran a nuestra llegada. Safa me explica que el Líbano sigue siendo un país tan conservador que resulta repudiable que una mujer se ejercite frente a un hombre. Algunos en extremo conservadores, por ejemplo simpatizantes de Hezbollah, evitan saludar de mano a las mujeres que no están casadas. Para la época en que Safa creció en Berkayel, las niñas pasaban su infancia encerradas y jugaban en los húmedos sótanos de las casas, junto a los generadores que sustituyen todavía hoy el servicio de un país sin hidroeléctricas. El Líbano dejó de producir suficiente para suplir la demanda interna desde el final de la Guerra Civil, en 1990, cuando toda su infraestructura quedó en ruinas, así que Safa se acostumbró a espiar a sus primos mientras entrenaban en la oscuridad del antejardín. Aquí solo hay ocho horas diarias de electricidad, pero por aquel entonces los cortes empezaron a extenderse casi por completo. Un otoño, sus primos estuvieron a punto de abandonar los entrenamientos por la poca visibilidad que les quedaba al volver de la escuela, pero una tarde Safa sacó el tablón de madera con las velas y las lámparas de querosén que usaba para alumbrarse las tareas cuando no había luz. Sus primos pudieron jugar fútbol de nuevo y ella les hizo prometer que la dejarían practicar con ellos mientras nadie los viera. Fue por eso que pudo empezar a entrenar cuando las demás niñas del pueblo tenían prohibida la calle: gracias a la clandestina oscuridad de los cortes de luz que había dejado la guerra.
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Es agosto de 2015. Durante los últimos cinco días lo que pasa afuera ha inundado la televisión y ha desplazado la programación regular de las series y las telenovelas. Durante 24 horas continuas se registran imágenes de la toma de Beirut por parte de los ciudadanos que protestan contra la acumulación de basuras en la ciudad, y cuyas manifestaciones empiezan a desatarse a lo largo de todo el país. El Líbano lleva más de una semana hundido en el olor cenagoso de los desperdicios porque el gobierno anunció intempestivamente que terminaba el contrato de vertimiento en Beirut y la gobernación de Monte Líbano (una de las ocho divisiones administrativas del país). Esta podría ser la primera vez que musulmanes y cristianos se unen por una misma causa, quizá porque el detritus, el aire que desprende y las moscas tienen consecuencias más tangibles que el efecto remoto de los dioses que los separan. Como casi todos los países con un conflicto interno, el Líbano somatiza la violencia –en este caso la religiosa– en el deporte, y ha desarrollado una liga de basquetbol muy competitiva. Al final de la década de los ochenta, los libaneses firmaron el Acuerdo de Taif con el que terminaron quince años de guerra civil entre musulmanes y cristianos; y no solamente se repartieron el poder político y las mafias, como la de la basura, por mitades. También se repartieron la liga de basquetbol. Aunque hoy los cristianos parecieran no ser ya una mayoría significativa (muchos académicos sugieren que la falta de cifras oficiales desde 1932 busca ocultar esta realidad), la narrativa fundacional del Líbano sigue obedeciendo a esta fractura religiosa por mitades. Los musulmanes se quedaron con una representación del 50% en el Parlamento, 15 ministerios, la posición del primer ministro, y uno de los equipos más importantes del campeonato: el Al-Riyadi. Los cristianos se quedaron con el 50% del Parlamento, 15 ministerios, la Presidencia, y el equipo rival del Al-Riyadi: el Sagesse.
Safa y su familia han decidido ir al cercano Trípoli y protestar contra el envío de basuras a su pueblo. Aquí, una pelea familiar, entre vecinos, o cualquier disputa sectaria, escala rápidamente en una guerra sin advertencia previa. Cuando le pregunto qué significan esas pancartas que cuelgan de los postes de luz, me dice que son homenajes de las familias a sus muertos.
La política en este país se pudre con las basuras que infestan la ciudad. Irónicamente, la falta de alumbrado público se ha solucionado de forma transitoria por la quema nocturna de desperdicios.
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Después de ganar la Copa Mundial Femenina en 2015, y de producir, según sus alegatos, 16 millones de dólares en ganancias, la Selección Femenina de Estados Unidos demandó a la Federación de Fútbol de ese país por discriminación laboral ante una corte de apelaciones en Washington. En efecto, un jugador recibe hasta 17.625 dólares por ganar un partido amistoso, mientras que una jugadora, puesta en las mismas solo recibe 1.350. El equipo masculino había logrado su mejor presentación durante cuartos de final en el Mundial de Corea-Japón y ganaba una compensación considerablemente superior a la del equipo femenino, aun cuando este había ganado el campeonato del mundo. La Federación argumentó que el desempeño de las mujeres no reflejaba un rendimiento constante y que la estructura fifa de un campeonato masculino demandaba enfrentar un mayor número de partidos.
En otras palabras, la Federación dijo que el fútbol femenino no había que tomárselo en serio.
Años después de empezar a entrenar en la noche, Safa jugó por fin de día y frente a los vecinos, sin la limitada visibilidad de las lámparas de querosén, sin tener que arrancarles el balón a las sombras entre el parpadear de las velas. Sus primos habían concertado un partido contra el equipo del pueblo cristiano de Jounieh, compuesto en su mayoría por jugadores de la segunda división de la liga profesional. Safa apareció disfrazada con una gorra de los Bulls de Chicago y una sudadera gris. Desde la tribuna los asistentes saludaron a Ahmed, a Alí y a Omar, los primos de Safa, pero desconfiaban de la identidad del jugador de la gorra que llevaba sudadera a pesar del bochorno. Berkayel es un pueblo pacífico, pero su cercanía a Siria y lo estratégico de su localización geográfica generan entre la gente una constante paranoia, que se intensifica con la presencia de extraños. Safa estuvo calentando en una esquina lejos de la tribuna, de espaldas a la gente y sin moverse de allí hasta que tuvo la certeza de que el partido comenzaba. Supo que la función más importante de la sudadera no era esconder sus piernas de la vista de los hombres, sino ocultar que temblaba.
Aunque fuera un partido de barrio, resumía el complicado estatuto de la política del país que, como en el basquetbol, siempre termina enfrentando a cristianos y musulmanes (y constantemente a las sectas de cada religión entre ellas). Safa salió a la cancha segura de que mientras los vecinos se mantuvieran entretenidos en el partido, no repararían en ella. En todo caso, no era la primera vez que las rivalidades religiosas y bélicas le servían de excusa para jugar fútbol.

Marcó los tres goles del partido. El primero con un remate solitario frente al arco, el segundo con un puntazo desde la raya final en un ángulo prácticamente imposible, y el tercero con un túnel que el arquero apenas pudo advertir por la velocidad que llevaba la pelota. Al final, mientras celebraban tomándose el jugo de piña Bon Juice en que consistía el trofeo, Safa se sacó la gorra y dejó escurrir sobre los hombros el frondoso pelo crespo, por distracción, o tal vez segura de que marcar los tres goles podía valerle el perdón de ser mujer.
Pero la tribuna se llenó de un silencio unánime y solo la abuela, herida con el descubrimiento, le gritó: “Ojalá te hierva la sangre”.
En los días siguientes al partido nadie en el pueblo volvió a hablarle. Ni los empleados del mercado, ni los de la droguería, ni la mujer que vendía el pan por las mañanas.
Era 2015. De vuelta a Trípoli, Hassan Ahmad, el técnico de fútbol de la Universidad del Líbano, fichó a Safa para iniciar un equipo femenino de fútbol, aun cuando la universidad no tenía liga de mujeres. Nadie en la tribuna de Berkayel supo que Ahmad había visto el partido buscando jugadores para reclutar. Tampoco él se imaginó que el goleador resultaría siendo una mujer, y que allí se le ocurriría iniciar un equipo de chicas por primera vez en la historia de la universidad. A Safa le ofrecieron una beca de estudios, no solamente por su talento como futbolista, sino para mitigar el impacto familiar de tener una hija dedicada al deporte. Ella se decidió por estudiar administración de empresas. Su primer trabajo de capitana fue convencer a otras estudiantes para que se unieran, y ayudarlas a enfrentar la misma resistencia familiar que ella había superado en casa. El equipo entrenó durante todo un semestre sin participar en ningún campeonato, y luego, al tiempo que Safa estrenaba hiyab y guayos, empezaron a competir.
Solo durante el primer año ganaron el campeonato femenino interuniversitario y Safa se volvió la Messi de Akkar, por encima incluso del resto de jugadores hombres, incluyendo sus primos.
Después de acabar su carrera, Safa volvió a su pueblo. En un país que nunca ha ido al Mundial y que no tiene liga femenina de fútbol, lo de Safa supone llegar a la cima de una carrera invisible, y su historia ilumina la lectura de aquello en lo que consiste el deporte femenino en ambos hemisferios. Sus entrenamientos a oscuras, amparados en el anonimato que propiciaban los cortes de luz ocasionados por la guerra, inevitablemente plantean una metáfora de lo que en general significa para una mujer hacer deporte. La oscuridad, en todo caso, no es otra cosa que ese estado de lo insular, lo desconocido, lo inadvertido y lo irrelevante.
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En 2011, en el Palacio de Planalto, se encontraron la entonces presidenta Dilma Rousseff y la jugadora estrella del Brasil, Marta Vieira da Silva, quienes posaron para las fotos de los periódicos donde se registró algo insólito: Marta acababa de ser nombrada por la fifa, por quinta vez consecutiva, como la mejor jugadora de fútbol del planeta.
En 2015, tan solo un año después de que la Selección de Fútbol de Brasil perdiera por una goleada histórica la semifinal del Mundial 2014 contra Alemania, Marta superaría también el récord histórico que tenía a Pelé como máximo anotador de la selección. Los brasileños habían alcanzado su punto de saturación con el equipo masculino de fútbol; pero, sobre todo, habían llegado a su punto de saturación con Neymar –y aunque él no hubiera estado ese día en la cancha– después de la derrota siete a uno contra Alemania.
De vuelta a Nueva York y mientras extraño las noches silenciosas de Berkayel, me entero de la destitución de Dilma en el Senado. En la televisión veo a sus seguidores inundando las calles mientras la policía los reprime con gases lacrimógenos y granadas aturdidoras. No dejo de pensar que ese estado de convulsión no se debe solamente al proceso de destitución, sino a un país que no pudo soportar esa ya lejana foto. A un país que no pudo soportar que dos mujeres dominaran al mismo tiempo los dos estandartes más significativos del poder: la política y el fútbol.
*Esta crónica fue ganadora de la sexta versión del Premio Nuevas Plumas, otorgado por la Escuela de Periodismo Portátil en la Feria del libro de Guadalajara.
ACERCA DEL AUTOR

Abogada y escritora radicada en Nueva York. En 2017 recibió en México el Premio de Literatura Aura Estrada, por su colección de cuentos Los impares.